Un febrero más y vuelves a decir lo mismo. Que si te quedaste atrapada en el tiempo y ahora no pasa por ti, que si la juventud puede ser eterna.
Veo tus fotos en las que algunos dicen que me parezco a ti, pero tú te empeñas en que no es cierto, en que nos parecemos “como un huevo a una castaña”.
Y recuerdo, como les pasa a los niños pequeños, que hacíamos palmeritas juntas, que le echábamos mermelada o azúcar. Y recuerdo cuando miraba anonadada la televisión (los power ranger y los caballeros del zodiaco: ¡cuánto pelo!) mientras me dabas las famosas “sopitas” y al terminar tenía que darle un besín al culete de la taza (aunque nunca supe el porqué).
También recuerdo las noches en que estábamos solitas y me dormía en tu “lalita” y rezábamos juntas con ese final “que llevan un niño vestido de…¡seda la nenaaa!”.
Pasa el tiempo, como todo, y se queda esto en mi memoria, y se queda en mí tu carácter sosegado y alguna vez demasiado directo. Y se queda en mí esa música que siempre me has enseñado, los cantautores, toda aquella con la que me has despertado en contadas ocasiones.
Se queda en mí la emoción por un lugar, el querer sin sentido, el saber que ese lugar es mi casa a pesar de no haber vivido allí.
Sobre todo, lo que más agradezco tal vez, es que fuiste tú quien me iniciaste en poesía. Cuando te leía el comienzo de un poema de aquel famoso libro “Las mil mejores poesías” y tú lo continuabas, ¡qué admiración! Quería saber también esas palabras que enrevesadas formaban esas melodías fantásticas.
Estas son las cosas que hace una madre por sus hijas, estas son las cosas que hacen a las hijas recordar a las madres, todo esto me recuerda a ti y tú me recuerdas estas cosas.
Y puede ser que ahora con una de tus sonrisas que todos intentamos imitar alguna vez, tipo mueca, estés sentada delante del ordenador mientras yo intento hacerte este regalo de cumpleaños.
¡Felicidades Mamá! Te quiero mucho.