miércoles, 23 de diciembre de 2009

Cortos días de invierno...


“¿Por qué?” Pensaba mientras el calor evaporaba gotas saladas. Sentada en aquella silla desde hacía horas, sólo miraba cómo iba pasando el día. Hacía un tiempo que era eso prácticamente a lo único que me dedicaba. “¿Cómo ocurrió? ¿Dónde se esconde?”.

Mi mente comenzó su viaje hacia aquellos días, días en los que una extraña paz se adueñaba de mi ser y me hacía caminar a cinco centímetros del suelo.
Recordaba aquella calle empedrada, sentía las imperfecciones de los adoquines a través de la suela de mi zapato. Caminaba mirando a ningún sitio y divagando una y otra vez sobre mi propia melancolía. Sin percatarme de cómo había llegado hasta allí, me vi frente a un edificio de piedra ocre, al igual que el resto de aquella ciudad familiar. Era alto, tanto que desde mi posición podía ver como su torre más alta luchaba en hábil batalla contra las nubes por apropiarse un trozo del cielo. Su cúpula miraba soberbia desde su posición central a todos aquellos que nos acercábamos con curiosa precaución. Fue entonces cuando decidí que ya era hora de visitar aquella catedral de la que tanto me hablaban en mis clases de instituto.

-Deja de estar todo el día en esa silla y recoge todo esto que me parece a mí que ya es hora.- Mi madre acababa de aparecer para sacarme de mi trance, otra vez me vi en aquella silla con ese calor insoportable.
-Te he traído un refresco, porque si sigues así te dará algo.
-Gracias mamá.
Cogí el vaso que me tendió. A su tacto mi visión se tornó borrosa y otra vez esas fastidiosas gotas me inundaron. Era un líquido claro con tres hielos que se derretían bajo aquellos rayos odiosos de sol. Bebí un sorbo que me hizo rememorar aquellos nudos en el estómago y los vuelcos al corazón. Recordé. Esa sensación, el pasado…

Ya estaba dentro del edificio, y me había decidido a subir a la torre que desafiaba el celeste. Desde esa altura encontraba toda la ciudad a mis pies, veía esa forma serpenteante de árboles por las que suponía que pasaría el río. Sus copas bailaban luciendo las pocas hojas que les quedaban por la época. El cielo viejo tapaba blanco los tenues intentos que hacía el sol por salir, cuando presuntuoso quería marcar su presencia.

En ese momento lo sentí, era la primera vez que notaba algo similar. Fue sentir su presencia y todo cambió su sentido, ya nada volvería a ser como antes. Desde aquel día me acompañó a cualquier sitio al que fuera. Dejé mi particular melancolía de lado para sonreír cada día al despertar esperando el momento de nuestro reencuentro.
Al salir de mi casa, donde él me esperaba, sentía sus caricias en mi cara y me mantenía feliz. Tanto como nunca lo había estado. Recuerdo las numerosas tardes en las que con su presencia mi vello se erizaba y sentía ese escalofrío que hacía latir con más fuerza y rapidez mi inexperto corazón.

“¿Alguna vez fui tan feliz?” Ya sólo quedaba un sorbo de aquel líquido y los hielos habían desaparecido para tornar más clara la bebida. “¿Por qué dejé de sentirlo? ¿Por qué? ¿Dónde está esa sensación de paz? ¿Dónde fueron mis sonrisas y mis latidos? ¿Dónde los escalofríos y el soñar? ¿Cómo ha vuelto esta melancolía? ¿Cómo se pudo ir quien más feliz me hizo?”

Sería más adelante cuando por fin me diese cuenta de que en aquel tiempo me enamoré. Me enamoré de aquella sensación invernal, me enamoré del frío.
Pero ahora, sin saberlo, seguía sentada en aquella tarde de agosto con el vaso entre mis manos, la mente vagando por mundos pasados. Y mis ojos mirando aquel árbol de Navidad y ese regalo aún sin abrir.
¡FELIZ NAVIDAD A TODOS!

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